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20 DE DICIEMBRE DE 2024
El historiador Federico Mare reflexiona acerca de la importancia de la laicidad en el Estado mendocino para garantizar la igualdad y la libertad de la ciudadanía. Cuestiona los privilegios que tienen algunos credos en particular.
Foto: Internet
Alguien me pidió hace poco que definiera la laicidad del modo más conciso y claro posible. Lo primero que pensé fue que dicha definición, fuera cual fuese, no debería jamás soslayar estos conceptos fundamentales: ciudadanía, Estado, pluralismo democrático y derechos humanos. Tenía claro que, para definir acertadamente la laicidad, debería relacionar de algún modo esas cuatro nociones en un todo orgánico y coherente.
He aquí lo que garabateé, con estilo lacónicamente lexicográfico: principio ético, jurídico y político de convivencia civil en virtud del cual el Estado, en tributo al pluralismo democrático, y en aras de garantizar la más plena libertad de conciencia e igualdad de trato a sus habitantes, ciudadanos y ciudadanas, no impone ni privilegia ningún credo religioso, ni oficialmente, ni oficiosamente. Puede que la definición no sea exhaustiva, pero constituye un buen punto de partida, al menos para la reflexión que deseo hacer a continuación.
Que el Estado no debe imponer ningún credo es una idea bastante extendida, aunque no siempre valorada y practicada. Que no debe privilegiar ninguno, en cambio, es algo que poco se recuerda y que nunca se respeta. No hablo de Francia ni Uruguay, claro está, sino de Argentina –cuya Constitución Nacional sigue prescribiendo, en pleno siglo XXI, el sostenimiento del culto católico con fondos del tesoro federal–, y muy especialmente de Mendoza, donde las prácticas estatales confesionalistas están a la orden del día: íconos católicos en los espacios públicos y dependencias del Estado, conmemoraciones patronales del Santoral dentro del calendario escolar oficial, implantación de un “Día Provincial de la Biblia” (sic), y un largo etcétera.
El gran desafío que tenemos por delante es hacerle comprender a la sociedad mendocina, apelando a la persuasión de los argumentos racionales y los valores humanísticos de nuestro rico acervo cultural, que la laicidad no consiste solamente en que el Estado no imponga ningún credo religioso, sino también en que no privilegie ninguno. La libertad de conciencia es condición necesaria de la laicidad, sin duda. Pero ella de ningún modo es condición suficiente. Tan importante como la libertad de conciencia es la igualdad de trato. Sin igualdad de trato no puede haber laicidad, a no ser de un modo muy imperfecto e insatisfactorio.
Es un lugar común decir que la civilidad democrática supone un Estado aconfesional o neutral en materia religiosa. Pero nunca perdamos de vista que una sociedad democrática no es sólo una sociedad de libres, sino también una sociedad de iguales. Los beneficios materiales y simbólicos que el Estado nacional y el Estado provincial le otorgan a la Iglesia católica, aun en los casos en que no vulneran la libertad de conciencia –no al menos abiertamente–, siempre lesionan la igualdad de trato. Y lesionar la igualdad de trato es –no hay vuelta que darle– conculcar la laicidad, aunque algunos legisladores, gobernantes, jueces y fiscales, demasiado preocupados en rendir pleitesía al establishment clerical, parezcan olvidarlo.
Allá por 1837, Esteban Echeverría escribió en el Dogma socialista de la Asociación de Mayo, estas sabias palabras; palabras que no han perdido ni un ápice de vigencia, y que hoy, 177 años después, resultan más iluminadoras que nunca:
"El dogma de la religión dominante [privilegiada] es injusto y atentatorio a la igualdad, porque pronuncia excomunión social contra los que no profesan su creencia, y los priva de sus derechos naturales, sin eximirlos de las cargas sociales. […]
"Reconocida la libertad de conciencia, ninguna religión debe declararse dominante, ni patrocinarse por el Estado: todas igualmente deberán ser respetadas y protegidas, mientras su moral sea pura, y su culto no atente al orden social.
"La palabra tolerancia, en materia de religión y de cultos, no anuncia sino la ausencia de libertad, y envuelve una injuria contra los derechos de la humanidad. Se tolera lo inhibido, o lo malo; un derecho se reconoce y se proclama".
Nadie en Argentina ha expresado esta idea tan noblemente justa con mayor claridad y contundencia que la pluma de Esteban Echeverría. El Dogma socialista merece ser mucho más que un simple objeto de estudio erudito. Debiera ser una fuente de inspiración. ¿Lo será algún día? Eso depende de nosotros…
En síntesis: ni imposiciones, ni privilegios. Laicidad sin cortapisas. Libertad e igualdad a pleno.
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