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20 DE DICIEMBRE DE 2024
Continúa la Fiesta Nacional del Teatro en Tucumán. Crítica de tres obras que refieren y sobrevuelan el mundo del teatro.
Cuentos: Los Tinguiritas y su vestuario y objetos de materiales reciclados. Crédito: Toni Monzón.
Es auspicioso el panorama teatral argentino que se despliega por estos días en el marco de la Fiesta Nacional del Teatro en Tucumán. Obras de Entre Ríos, Córdoba y Buenos Aires llegan al escenario y entre sus propuestas originales, una constante: la enunciación del teatro dentro del teatro.
Son todos cuentos
Los Tinguiritas (Entre Ríos) subieron la historia en todas sus formas a escena. El papel como base de personajes y elementos desplegados sobre el escenario fue más que el soporte material de aquellas historias. Cuentos de papel es un recorrido deliberadamente fragmentado de relatos tradicionales, nuevos y curiosos que hacen de la obra un cúmulo de distintos microclimas, que logran entretener en sus cincuenta minutos tanto a chicos como a grandes.
Escenografía simple y cálida sobre la que iban y venían estos dos cuentacuentos (Diego Perichón y Marcos K. Gowda), envueltos en un vestuario original capaz de hacer de las bolsas de plástico y tapitas de lata simpáticos accesorios florales. Los objetos manipulados en escena para construir sus personajes también fueron creados desde el mismo principio de reciclaje (los ratoncitos de latitas fueron unos de los más llamativos). Entre medio, la música en vivo con colores murgueros; de fondo, un gran trabajo corporal y vocal para generar los distintos matices de cada cuadro y encontrar siempre una respuesta atenta de su público infantil.
Acá, el teatro quedó nombrado y develado en la aclaración de lo que fue el preludio hacia el comienzo de la obra y la enunciación de los roles en la producción del espectáculo desde guiños absurdos hacia el final. Interesantes evidencias que, además de la risa, lograron acercar explícitamente parte de este código a los pequeños que están comenzando a transitar las butacas.
El teatro desde los márgenes
Uno a uno fuimos entrando y ella, la princesa decadente envuelta en el exceso de sus andrajos deformes, uno a uno nos fue enumerando y colocando apodos ocurrentes desde el escenario. Ya entramos en el juego de Bufón (Córdoba), ya somos parte de su “república de 154 habitantes” y ahí, desde el límite del pacto teatral, se cuestionaron las costumbres y las naciones; la política y la ficción; la vida y el teatro. Así es que a la mirada de esta bufona (Julieta Daga) nada se le escapa y desde su castillo devenido en goma espuma vieja va hilando, bajo la estructura del unipersonal con impronta clown, una historia cualquiera de quien va al teatro y la cosa se complica desde el momento mismo en que intenta estacionar el auto y no hay lugar. Entre medio, los despojos de esta mujer en el borde de su vida y su dolor, que disparan con el mismo tono irreverente tanto banalidades de la existencia como grandes conclusiones. Todo esto, desde un trabajo actoral sólido que el público y la crítica aplaudieron como deslumbrante.
Bufón definitivamente es “todo eso que no queremos ver pero al fin y al cabo mejor habla de nosotros mismos”, como Daga señaló en el marco de las devoluciones que se generan entre críticos y actores la mañana siguiente a cada obra. Bufón explota al teatro como síntesis de sistemas, instituciones y país y lo coloca al borde de su pacto para marcar desde todos los costados posibles lo decadente de ciertos discursos. Una muestra contundente de lo que está pasando por Córdoba; en este caso, desde Luciano Delprato: interesantísimo dramaturgo y director emergente de la escena actual.
Última ficción antes de saltar
La escena inicial de Constanza muere (Buenos Aires) es tan absurda como icónica. La muerte en su túnica negra y con la guadaña en mano frente a una anciana que con los pies casi fijos contorsiona su cuerpo en direcciones imposibles sintetizando, desde el cuerpo, lo que luego se irá desplegando en toda la obra: resistencia. La Parca llega pero Constanza (Analía Couceyro) se aferra a la tierra y, como su nombre lo marca, es constante y firme en su deseo de quedarse de este lado de la cosa. Ariel Farace (dramaturgo y director) vuelve en esta pieza sobre la muerte y, a diferencia de Luisa se estrella contra su casa, de 2009, acá lo que importa es el momento anterior al irreversible desenlace. Constanza está en su casa y su infancia (Florencia Sgandurra) y la muerte (Matías Vértiz) están con ella.
La puesta es precisa en completar el mensaje: cientos de adornos amontonados y dispuestos en líneas que evidencian los límites escénicos dan cuenta del gusto desmedido por los recuerdos de ella. Sobre la base material de estas obsesiones, un despliegue de actuación intenso y abarcador de Couceyro para construir esa abuelita eléctrica que necesita llenar tiempo y espacio con movimientos y palabras cada segundo para evitar ese vacío preludio de final sin retorno. Es en esta desesperación por llenar el silencio que Constanza asume haberse aferrado a la ficción para armar la apariencia que perpetúe su imagen. Nuevo guiño, tal vez el más sutil de todos, que nos hace ver algunos de los hilos que sostienen este pacto ficcional para pensar quizá en los que sostienen estos otros de nuestras realidades.
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