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21 DE NOVIEMBRE DE 2024
Imagen ilustrativa tomada de pixabay.com
Margarita Bravo de Zarco, jubilada y miembro del Centro de Jubilados y Pensionados de la UNCUYO
Publicado el 28 DE MAYO DE 2020
Yo era adulta mayor. Hoy soy vieja.
Esta mutación comenzó en marzo de 2020. Antes de que se anunciara el otoño, yo, jubilada activa con agenda llena, estaba dentro del marco del nuevo perfil de la vejez del siglo XXI. Compartía en el Centro de Jubilados y Pensionados de la UNCUYO actividades socioculturales y recreativas que me gratificaban mental y físicamente.
Además, completaba el cronograma semanal con ese privilegiado rol de abu, que rejuvenece y vivifica el día a día. Era dinámica, actualizada e independiente. Pero inesperadamente, en la bisagra otoñal, el mundo se envolvió de caos y ¡Argentina quedó enrejada!
Desde entonces, quienes decidimos no jubilarnos de la vida, permanecimos encerrados/as, en soledad, desconectados/as de los afectos, añorando los vínculos familiares y amistosos, que se esfumaron repentinamente de nuestro escenario. Fue en aquel momento que mi mirada de septuagenaria cambió. Empecé a visualizar el entorno con distintos reflejos nostálgicos.
El admirable liquidambar de follaje rojizo que decoraba el frente blanco de mi casa mutó en un herrumbrado arbolito frágil, tronchado en rodajas, detrás de las rejas del ventanal por la que intento observarlo. Siento que el perfume otoñal se desvaneció también entre el olor excesivo de lavandina y alcohol.
¿Y el mutismo? No escucho voces, risas, ni música… Hasta los vehículos perdieron velocidad. Quizás no existen ruidos ni prisa por entender que el silencio y la cautela advierten el peligro invisible. Presiento que el engranaje de la vida está en pausa.
El temor al contagio provoca desconfianza en las miradas de los pocos pasantes amordazados. Y me cuesta creer que soy yo, quien enjaulada, inmóvil, con tapaboca enredado entre orejas y lentes espía el barrio, esperando junto a la puerta a mis proveedores. Y llega por fin el hijo o la hija con máscara y guantes, oliendo a desinfectante, para suministrar a la distancia, todo lo que materialmente preciso. Es tan fugaz el tiempo presencial dedicado a la entrega que se evapora en un gesto de labios despintados dentro del barbijo y una mano de látex que saluda con mezcla involuntaria de enojo y angustia.
Para poder verlos con mayor frecuencia finjo necesitar mercadería casi a diario. Estoy segura de que mis hijos comparten el juego porque sienten el mismo dolor necesario para protegerme. Los veo que vienen y se van con rostros afligidos, mirando hacia atrás, dando recomendaciones cariñosas, observando ese pasado que hasta marzo destellaba vitalidad y que en el
presente parece un cuerpo marchito.
Antes del encierro, yo era una adulta mayor, con energía, abuela útil, alegre, con metas y proyectos a cumplir. Hoy me convertí en una vieja joya bibliográfica a la que hay que conservar en buen estado, resguardada, en algún rincón de la biblioteca…
Solo soy un crepitar de brasas, sin las caricias, la ternura, la compañía de mis nietos/as. Estoy vacía sin ellos/as. ¡Siento que no tengo oxígeno en mi alma! Me fui debilitando espiritualmente y me cuesta entender que en soledad, lejos de mis afectos, puedo combatir el temible virus. Me pregunto en soliloquio: ¿existe mejor remedio para tonificar e inmunizar a un anciano que compartir la vida con los afectos? ¿Existe mejor antídoto contra la depresión que la compañía personal de familiares y amigo/as?
La emergencia nos sometió al aislamiento, el cual intentamos acortar con herramientas tecnológicas. Solo a través de pantallas rectangulares podemos ver y oír, a la distancia, a quienes amamos.
Sin duda alguna, pronto llegará el reencuentro. La pandemia dejará huellas amargas en nuestras biografías y
particularmente los viejos recobraremos el derecho al autoabastecimiento y a la actividad social.
Tal vez algunos lectores que fueron adultos mayores y hoy son viejos comparten esta mutación y hoy, para llenar
ausencias, realizan cursos virtuales, porque saben que estar ocupado/a es parte de nuestra vida. A todos ellos, llegue un abrazo cargado de energía y esperanza.
Para cerrar estos párrafos, aclaro que escribí el día que correspondía según el número final de mi DNI.
Por último, les dejo en adjunto dos poesías que escribió una de mis compañeras del Cejupen, Leticia Simoncini, alumna del Taller de Teatro.
Esperanza no me dejes, porque hoy te necesito
Quiero tenerte conmigo cubriendo mi soledad
Porque si estás a mi lado, todo se hace posible
Y el futuro tan oscuro toma tintes de color.
Quiero tenerte en mis ojos para mirar adelante,
En mis oídos, que suene una dulce melodía,
Estar con vos presente para aspirar profundo,
Y vivir como hace tiempo con mi familia y amigos,
Esta vida que no es fácil pero con vos a mi lado,
Toda duda se disipa y el esperar se hace lento
Pero con fe y tu presencia, podremos pronto decir
Gracias Señor que nos diste, una vida que vivir.
.
No es lo mismo este otoño en Mendoza…
La ciudad hoy parece dormida
En las calles el silencio impera
Y solo las hojas transitan la acera
En su danza que el viento acompaña
Se sienten las dueñas de calles y acequias.
El otoño se volvió tristeza
La vida y el mundo cambiaron su andar
Desde cada ventana aparece
Un rostro que mira con preocupación
La ciudad sufre y llora su pena
Al ver que la vida nos dio una lección.
Ni dinero ni poder alcanzan
A frenar lo que hoy nos aflige
El virus golpea la puerta de todos
Y busca su víctima sin distinción
Y es, ahora, que todos debemos
Unir nuestras voces en una oración
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